La abuela murió primero, en el 2005, y el abuelo, un año más tarde, exactamente el mismo día del mismo mes, hace ahora casi cuatro años.
Ayer volví a entrar en su casa, y vi que la puerta interior estaba entreabierta. “Será el primo Gabriel, que habrá venido a buscar algo”, pensé, y entré para saludarlo y hablar un rato con él.
Al mismo tiempo que entraba, golpeé la puerta con las llaves para avisar de mi presencia. Oí como alguien se levantaba en la cocina y venía hacia mí. Eran el abuelo y la abuela, sonrientes, dándome la bienvenida, como siempre hacían cuando iba a su casa.
-Pasa, pasa… -me decían.
-Pero… -dije yo, casi jadeando de asombro, sin atreverme a continuar la frase.
-Ven, deja ahí el abrigo y siéntate… -decía mi abuelo, alegre y decidido, sin hacer caso a mi desconcierto.
Me dejé llevar, y me senté frente a ellos junto a la mesa, dando la espalda a la vieja cocina de leña, en el mismo sitio donde tantas otras veces me había sentado.
Mi abuelo me contaba algo sobre una de sus fincas cerca de Arzúa, o quizá se había puesto a despotricar una vez más contra el gobierno. La abuela nos miraba en silencio, como siempre, y me di cuenta de que era verdad, de que estaban otra vez allí, los dos.
-Estoy soñando, ¿verdad? –le dije alegremente a mi abuelo, como quien dice un disparate, deseando que me desmintiera, que borrara la última sombra de duda que me quedaba.
Mi abuelo dejó de sonreír, aunque su expresión seguía siendo afectuosa. Me miró fijamente a los ojos, y dijo:
-Sí, estás soñando.
Tardé todavía unos segundos en despertar.